“La autoexplotación es más eficiente que la explotación ajena, porque va acompañada de un sentimiento de libertad” (Han, 2012, p. 26).
Con esta frase, el filósofo Byung-Chul Han pone en evidencia una de las paradojas más inquietantes del mundo laboral contemporáneo: la forma en que las personas, en nombre de la autonomía, terminan asumiendo cargas desmedidas, agotamiento emocional y estándares de productividad imposibles de sostener. En ese contexto, no sorprende que haya comenzado a circular con fuerza una respuesta silenciosa, pero cada vez más extendida: el quiet quitting.
En los últimos años, especialmente tras el estallido de la pandemia y la expansión del teletrabajo, muchas personas comenzaron a replantearse su relación con el trabajo. El límite entre la vida personal y laboral se desdibujó, y lo que antes era una exigencia naturalizada —estar siempre disponibles, rendir más, demostrar compromiso extra— comenzó a sentirse como una carga difícil de sostener. En ese escenario, emergió un fenómeno que rápidamente se viralizó: quiet quitting, o “renuncia silenciosa”.
A pesar del nombre, quiet quitting no implica dejar el trabajo, sino dejar de hacer más de lo que exige el cargo. No responder correos fuera del horario, no asumir responsabilidades no remuneradas, no vivir para el trabajo. Es una especie de desaceleración voluntaria, una forma de poner límites al sacrificio emocional que muchas culturas laborales han normalizado por años.
Mientras algunos lo aplauden como una forma de autocuidado, otros lo condenan como falta de compromiso o incluso como “flojera disfrazada”. Pero más allá de esas lecturas polarizadas, el quiet quitting parece hablarnos de algo más profundo: un malestar emocional generalizado, una necesidad de protegerse del desgaste, y una crítica silenciosa a modelos laborales que muchas veces premian la sobreexigencia y penalizan el equilibrio.
Este fenómeno comenzó a tomar fuerza en redes sociales, especialmente en TikTok y LinkedIn, durante 2022. Aunque no es nuevo, lo que cambia ahora es su visibilidad, su tono y su legitimidad emocional. Lo que antes era una estrategia silenciosa y muchas veces culposa, hoy se convierte en discurso compartido, tendencia cultural y forma de protesta. Es una manera de decir “hasta aquí”, sin romper del todo, pero sí marcando límites.
Contexto y transformaciones
No se puede comprender este fenómeno sin mirar el contexto en que aparece. La pandemia reconfiguró prioridades: el tiempo personal, la salud mental, el descanso y la conexión afectiva comenzaron a valorarse más. El teletrabajo amplificó la sensación de estar “siempre disponibles” y borró la frontera entre lo laboral y lo doméstico. Paralelamente, la normalización del agotamiento crónico como señal de éxito empezó a ser cuestionada por trabajadores que ya no están dispuestos a pagar el costo psíquico de sostenerlo.
Además, movimientos como la “gran renuncia” en Estados Unidos, y el creciente interés por discursos que promueven el trabajo con propósito, el descanso como derecho y la regulación emocional, han generado un entorno donde el quiet quitting ya no es sinónimo de evasión, sino de ajuste. No se trata de trabajar menos, sino de trabajar sin quebrarse.
Una mirada desde la psicología
Desde la psicología, el quiet quitting puede entenderse como una estrategia emocional frente al desgaste. Cuando una persona deja de involucrarse afectivamente con su trabajo, muchas veces no lo hace por comodidad, sino porque siente que su esfuerzo no está siendo valorado, que ha perdido sentido lo que hace o que continuar al mismo ritmo le resulta psíquicamente insostenible. En ese sentido, el quiet quitting aparece como una forma de proteger lo que queda de energía emocional, un intento de cuidar la salud mental frente a un entorno que no ofrece condiciones suficientes para sostenerla.
Christina Maslach, referente en el estudio del burnout, identifica la despersonalización como uno de los principales componentes del agotamiento laboral. Esta se manifiesta como una respuesta emocional distante y negativa hacia el propio trabajo, en la que el individuo se siente desvinculado afectivamente de sus tareas (Maslach, Schaufeli & Leiter, 2001). Desde esta perspectiva, el quiet quitting podría ser interpretado como una etapa temprana de distanciamiento afectivo, una medida preventiva frente al colapso emocional.
Otra dimensión relevante tiene que ver con el significado del trabajo. David Graeber (2018), en su obra Bullshit Jobs: A Theory, sostiene que muchas personas viven atrapadas en empleos que consideran inútiles, vacíos o absurdamente burocráticos, lo que produce una forma de malestar difícil de verbalizar. Según Graeber, “lo que realmente hace miserable a la gente no es no trabajar. Es tener que pasar la mayor parte de su tiempo fingiendo hacer algo significativo” (p. 39). Desde esta óptica, el quiet quitting no solo es una defensa contra el agotamiento, sino también una respuesta frente a la pérdida de sentido.
Significado y consecuencias emocionales
El fenómeno, por tanto, no habla solamente de límites laborales, sino de un trasfondo emocional que incluye frustración, desapego, cansancio y decepción. Es allí donde la psicología puede ofrecer claves valiosas para comprender lo que, en apariencia, es solo una actitud laboral, pero que en realidad refleja un estado emocional colectivo que merece ser escuchado.
Uno de los aspectos más complejos del quiet quitting es la ambigüedad de sus motivaciones. ¿Se trata realmente de una forma saludable de poner límites o, por el contrario, de una desconexión emocional progresiva frente a una realidad laboral que ya no se tolera? La respuesta, probablemente, no es única ni definitiva. Lo que para algunos es un acto de cuidado personal, para otros puede representar una forma de distanciamiento defensivo ante un entorno vivido como hostil.
Desde la psicología, es posible pensar que ambas interpretaciones pueden coexistir. En muchos casos, las personas no tienen recursos estructurales ni espacios seguros donde expresar su malestar. El quiet quitting surge entonces como una estrategia silenciosa para recuperar control sobre algo que se ha vuelto emocionalmente desgastante.
Quiet quitting como resistencia
Byung-Chul Han (2012) ha descrito con agudeza cómo el sujeto contemporáneo ya no necesita de un opresor externo, porque él mismo ha asumido el mandato de producir, rendir y optimizarse sin descanso. Según el autor, vivimos en una “sociedad del rendimiento” donde la autoexplotación sustituye a la disciplina impuesta. En ese marco, decir “no doy más” o “haré solo lo que corresponde” se convierte en un acto contracultural, en una forma de interrumpir la lógica de la productividad permanente.
Sin embargo, no siempre esta retirada interna es consciente ni elegida. En muchos casos, quienes recurren al quiet quitting lo hacen sin haber podido elaborar psíquicamente su malestar. Es decir, más que una decisión, puede ser una reacción. Por eso, cabe preguntarse si el distanciamiento emocional que implica el quiet quitting representa una forma genuina de autocuidado o si, por el contrario, es una señal de que se ha perdido toda posibilidad de diálogo con el entorno laboral.
Una cultura laboral en revisión
El quiet quitting no aparece en el vacío. Es la expresión de un contexto más amplio: una cultura laboral que ha naturalizado la sobreexigencia como forma de vida. Durante décadas, el ideal del trabajador comprometido se asoció a la capacidad de sacrificar tiempo personal, asumir cargas extra, estar siempre disponible y anteponer el deber al bienestar. Esta narrativa, sostenida tanto por organizaciones como por discursos sociales dominantes, convirtió la productividad en sinónimo de valor personal.
Byung-Chul Han (2012) advierte que la lógica neoliberal ha transformado a los individuos en empresas de sí mismos, responsables de su éxito o fracaso, de su rendimiento y hasta de su bienestar emocional. Esta autoexigencia constante no solo genera fatiga, sino también culpa por no estar a la altura. En ese clima, el quiet quitting puede entenderse como una forma de resistencia pasiva ante una cultura que exige sin dar, que demanda compromiso pero no lo sostiene con condiciones laborales justas.
David Graeber (2018) aporta una mirada complementaria cuando describe cómo el trabajo ha perdido su sentido en muchos entornos. Su concepto de “trabajos de mierda” no alude a tareas humildes o simples, sino a funciones que ni siquiera quienes las desempeñan consideran necesarias. Esta pérdida de sentido, unida al maltrato institucional o a la falta de reconocimiento, genera un campo fértil para el quiet quitting, no como rebeldía, sino como forma de supervivencia emocional.
Reflexión final
Si el quiet quitting es una respuesta emocional ante condiciones laborales que agotan o desconectan, es necesario abordar el fenómeno desde una doble perspectiva: la individual y la organizacional. Pensar en soluciones implica comprender que no se trata solo de una conducta a corregir, sino de un síntoma que revela una necesidad de cambio estructural y emocional.
Desde el punto de vista individual, una primera clave es diferenciar cuándo se está ejerciendo un autocuidado legítimo y cuándo se ha comenzado a funcionar desde una retirada emocional más profunda. Poner límites, respetar los horarios y cuidar el tiempo personal no solo es sano, sino necesario. Sin embargo, cuando el desinterés se instala como modo habitual, cuando ya no hay conexión emocional con lo que se hace y la desconexión viene acompañada de apatía, irritabilidad o desesperanza, es probable que el malestar requiera ser elaborado con mayor profundidad.
Para los equipos y organizaciones, el desafío es aún mayor. Se requiere un cambio de paradigma que vaya más allá de discursos motivacionales o programas de bienestar simbólicos. Crear condiciones laborales saludables implica, entre otras cosas, establecer límites claros, fomentar el reconocimiento real, ofrecer espacios de diálogo emocional y liderar desde la empatía.
Adam Grant (2021) sostiene que las culturas organizacionales más sanas son aquellas donde las personas pueden expresar su malestar sin ser etiquetadas como poco comprometidas. Según el autor, “la seguridad psicológica no es un lujo emocional, sino una necesidad para sostener la motivación y la innovación” (p. 146).
El quiet quitting no es una moda pasajera ni una señal de desinterés generacional. Es, más bien, una respuesta emocional compleja a un modelo de trabajo que durante demasiado tiempo ha ignorado los límites humanos. En su forma más saludable, representa una manera legítima de poner freno a la sobreexigencia y proteger la salud mental. En su forma más silenciosa y crónica, puede ser una expresión de frustración, desilusión y desconexión afectiva.
Más que una amenaza, el quiet quitting puede ser una oportunidad. Una invitación a detenernos, escuchar el malestar, y comenzar a construir espacios de trabajo donde el compromiso no dependa del sacrificio, sino de la posibilidad real de estar presentes, con cuerpo, mente y emoción.