Para comenzar, convengamos que negación y pérdida no son lo mismo. Al negar algo, parte de eso que rechazamos sigue con nosotros mientras mantenemos la resistencia viva. En este sentido, podríamos negarnos por siempre a una situación, lo que provocaría que estuviéramos ocupándonos sin descanso de ese asunto. En cambio, al enfrentar una pérdida queda un espacio irremediablemente vacío, que vamos a querer ocupar rápidamente porque es muy difícil soportar la falta.
Como la pérdida es una posibilidad muy desagradable, aprendemos que es más fácil vivir evitándola. De esta forma, es entendible que surja angustia ante la mera idea de poder perder algo. Entramos en bucles de pensamientos tormentosos que nos muestran todas las razones por las que podríamos perder aquello que apreciamos, incluso cómo podemos perder eso que aún no hemos conseguido, pero que ciertamente deseamos. Debido a estas presiones, el despojo se percibe como un peligro que produce miedo paralizante y se vuelve inhabilitante ya que se comienza a vivir desde el temor constante a la falta. Esto explica por qué nos negamos con tanta tenacidad a la posibilidad de perder.
Por supuesto, el trabajo psíquico que se realiza ante una pérdida real está en sintonía con el duelo. Y si este es el caso, hablamos de una situación distinta. Pero lo que nos convoca ahora son las defensas, es decir, cuando reaccionamos con el propósito de evitar una pérdida que aún no ha sucedido.
El acto de escoger, por ejemplo, implica preferir una opción a la vez que se renuncia a otra, ya que toda decisión conlleva también una pérdida, y esto mismo hace que resulte costoso decidir, por la resistencia a abandonar algo. Al quedarnos en esa imposibilidad perdemos de vista que existen oportunidades que podrían nacer como consecuencia de un buen acierto, entonces lo que perdemos realmente es cualquier resolución que involucre un destino distinto al que queremos evitar.
Escoger sin querer arriesgar es también una manera de perder. Cuando funcionamos así tomamos decisiones a medias, principalmente motivados por las ganas de no perder, más que por el interés de ganar. Por ejemplo, cuando alguien decide mantenerse en una relación sin establecer mayor compromiso, ese nivel de presencia que no renuncia, pero tampoco acepta, sirve para estar a salvo de establecer una relación más profunda. De alguna manera, es más llevadero entablar una distancia encubierta en una relación somera que tolerar el peligro que implica perderse en las profundidades afectivas. Así, se mantiene un vínculo vacío en base al miedo a relacionarse de manera completa, sin alejarse de una relación que se siente falsa o falta de fuerza.
En este punto ya viene bien preguntarse:
Evaluar cuidadosamente lo que se quiere evitar permite reconocer qué es lo realmente valioso. Un esfuerzo de evitación también preserva algo. Hacer este giro en el pensamiento permite desmarcarse de las asociaciones lineales que solo conducen a un puerto, que nos encierran en una sola posibilidad, en este caso, de angustia ante la pérdida.
Podemos trabajar en terapia aquellos aspectos relacionados con las motivaciones que despiertan nuestras acciones en lugar de continuar fijándonos restrictivamente en eso que tememos o que nos despierta evitación. Así, el ejercicio realmente terapéutico consiste en abandonar la posición que acostumbramos ante un conflicto, por ejemplo, la huida o la evitación, para invitarnos a dialogar con lo incómodo desde otro lugar que antes no se conocía, abriendo nuevas posibilidades de reacción y permitiendo así desenlaces inesperados.
De esta manera, si entiendo que temer perder también se involucra con cuidar algo de eso, puedo cuestionar mis sensaciones:
De esta manera es fácil entender que lo que interpretamos desde una posición de amenaza conlleva el deseo de protección de un significante que tiene valor para nosotros.
Viéndolo de esta manera, la evitación de la pérdida implica confirmar lo que no se transa, dar estatuto a la resistencia, atesorar lo esencial, y dar un paso firme hacia la protección de lo que se valora, proporcionando una base que fortalece nuestra autonomía y da coherencia a nuestro actuar. Sin duda, sentir estos refuerzos subjetivos permite explorar nuevas posibilidades, habitarnos desde otros lugares y abrirse a nuevas experiencias. Trabajar de esta manera permite resignificar las ideas que hemos concebido de manera rígida y nos brinda la sensación de liberación de algunas cadenas que venían atando nuestro criterio, otorgando la apertura para construir nuevas maneras de vivir.