¿Por qué siento que el tiempo no me alcanza? La cronopenia y el vacío de estar siempre apurada.

Fernanda Gumucio Dobbs

“La aceleración del tiempo no nos libera, nos agota.” — Byung-Chul Han

Hay días en los que todo parece estar en calma, pero por dentro se agita una inquietud difícil de nombrar. Estamos en casa, sin obligaciones urgentes, y aun así sentimos que deberíamos estar haciendo algo. Aparece una especie de culpa invisible, una ansiedad tenue pero persistente: ¿estoy perdiendo el tiempo?

Incluso los momentos que deberían ser placenteros —un paseo, una comida tranquila, una tarde libre— se ven saboteados por pensamientos como “podría estar avanzando en tal cosa”, “estoy siendo poco productiva”, “me estoy quedando atrás”. Cuando el día termina, en lugar de la satisfacción por lo vivido, se instala una sensación de deuda: como si el tiempo nos hubiera ganado una vez más. Como si nada de lo que hiciéramos fuera suficiente.

Esa vivencia —tan común como silenciosa— tiene nombre: cronopenia. No es un diagnóstico médico ni una patología clínica, pero sí una forma de malestar emocional profundamente contemporáneo: la percepción angustiante de que el tiempo nunca alcanza. Que siempre estamos llegando tarde, haciendo menos de lo que deberíamos, perdiendo oportunidades que no sabemos exactamente cuáles son.

Lo curioso es que la cronopenia no siempre aparece cuando estamos sobrecargadas. A veces surge en los momentos de pausa. A veces en el descanso, en el ocio, en el silencio. Y es ahí donde se revela con más claridad que no se trata solo de cuánto tenemos que hacer, sino de cómo nos hemos acostumbrado a vivir el tiempo: con urgencia, con exigencia, con una idea constante de rendimiento.

La cronopenia no es una falla personal. Es el síntoma de una época. Vivimos en una cultura que idealiza la productividad, que celebra el estar ocupadas como señal de valor, que mide el tiempo en función de cuánto se “aprovecha”. Bajo esta lógica, detenerse es sospechoso. No producir es perder. No estar disponibles es faltar. Incluso el descanso debe ser “productivo”: para recuperar energía y rendir más después. Así, el tiempo se convierte en deuda.

Mucho de lo que llamamos “aprovechar el tiempo” en realidad tiene que ver con estar a la altura de una autoexigencia invisible. Una vara que nunca baja. Hacemos listas interminables, completamos tareas, respondemos mensajes. Pero al final del día, el cuerpo queda cansado y la mente inquieta. Nos sentimos más vacías que satisfechas. Porque no se trata solo de hacer cosas. Se trata de estar presentes en ellas.

Sentir que no tienes tiempo para nada.

Esta vivencia se alimenta de una narrativa más profunda: la idea de que siempre podríamos estar haciendo algo mejor, algo más útil, algo más valioso. Las redes sociales intensifican este malestar. Nos muestran vidas optimizadas, productivas, llenas de logros y rutinas perfectas. Y en contraste, lo cotidiano se vuelve insuficiente. Nuestra lentitud, nuestras pausas, nuestra humanidad parecen poco.

Pero el tiempo, como experiencia vital, no puede medirse solo en función de su eficiencia. No todo minuto es igual. Hay días que pasan rápido y dejan huella. Y hay semanas completas que no nos tocan por dentro. La cronopenia no es solo una falta de tiempo. Es una falta de contacto con lo que el tiempo significa.

Recuperar ese contacto requiere otra mirada. Requiere volver a pensar el tiempo no como tarea, sino como experiencia. No como obligación, sino como posibilidad. Preguntarnos, en vez de qué hicimos hoy, dónde estuvimos realmente. Qué nos tocó, qué nos movió, qué nos hizo sentir que estuvimos vivas.

También es importante entender que la escasez no siempre es enemiga. Justamente porque el tiempo no es infinito, tenemos la posibilidad de elegir. De priorizar. De soltar. Tal vez no alcanzar a todo sea una forma de sanidad. Tal vez no hacer tanto sea una manera de volver a habitar lo que hacemos. Tal vez el tiempo no se trata de cantidad, sino de sentido.

Otra dimensión clave de la cronopenia es la pérdida de presencia.

Gran parte del tiempo que sentimos “perdido” no se fue por falta de planificación, sino por ausencia emocional. Hicimos muchas cosas sin estar realmente ahí. Respondimos, ejecutamos, producimos… sin pausa, sin registro, sin conciencia. Vivimos en fragmentos. El celular en una mano, el pensamiento en otra parte, el cuerpo sin anclaje.

Cómo afecta la cronopenia a tu salud mental.

Volver a habitar el tiempo requiere volver al cuerpo, a los sentidos, al ahora. No necesariamente para ralentizarlo todo —no siempre se puede—, sino para poder tener al menos algunos momentos en los que no corramos, no compitamos, no comparemos. Solo estemos.

Y esto no significa abandonar nuestras responsabilidades, ni retirarnos del mundo. Significa sostener una forma de presencia que no esté completamente absorbida por el hacer. Significa incluir pausas reales dentro de lo cotidiano. Empezar el día desde una intención, no desde la urgencia. Desconectarse de las pantallas en algunos momentos. Escuchar una canción completa. Caminar sin objetivo. Respirar sin planear lo que sigue.

Podemos construir pequeños rituales que nos devuelvan a nosotras mismas. No tienen que ser largos ni solemnes. Una taza de té sin mirar el celular. Una conversación sin interrupciones. Una comida sin apuro. Una siesta breve y sin culpa. No se trata de productividad, sino de cuidado. No se trata de rendir más, sino de vivir con más sentido.

Y también podemos revisar nuestras semanas desde otra lógica. No solo contar lo que hicimos, sino reconocer lo que nos pasó. ¿Qué me nutrió esta semana? ¿Qué me hizo bien? ¿Qué me dejó vacía? ¿Qué momentos fueron solo míos? Volver a preguntarnos eso es también una forma de resistir.

Porque quizás el tiempo no falte.
Lo que falta es que estemos realmente ahí cuando pasa.
Y no corramos.

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