Por Peter Fonagy
La frase “los palos y piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me harán daño” se repite a menudo a los niños con la esperanza de enseñarles que los insultos o el abuso verbal no pueden afectarlos. Sin embargo, la realidad es que las palabras son una de las herramientas más poderosas del ser humano, y un lenguaje duro dirigido a la infancia puede dejar secuelas para toda la vida.
Es comprensible que los adultos reaccionen con gritos ante una conducta que perciben como desafiante, y los niños suelen ser más comprensivos de lo que se cree frente al estrés parental. Pero no debemos engañarnos: gritar, humillar o ridiculizar a un niño deja cicatrices, aunque sean invisibles. La intimidación verbal no es inocua.
Una revisión sistemática publicada recientemente —la primera en su tipo— revela que más del 40% de los niños están expuestos a agresión verbal, hostilidad o disciplina verbal severa por parte de adultos en su entorno. En la mitad de los casos, esta experiencia ocurre al menos una vez por semana; y para un 10%, es parte de su vida diaria.
Utilizar las palabras para intimidar, avergonzar o controlar puede parecer menos grave que una amenaza física, pero los efectos son similares: baja autoestima, aumento en el consumo de nicotina, alcohol u otras sustancias, y un mayor riesgo de ansiedad, depresión e incluso trastornos psicóticos. Cientos de estudios, incluyendo esta nueva revisión, confirman que la exposición al abuso verbal afecta profundamente a los niños. Se asocia con angustia psicológica persistente, dificultades emocionales y relacionales complejas, trastornos físicos y mentales, y una mayor probabilidad de repetir patrones abusivos —tanto como víctimas como agresores— en etapas posteriores de la vida. Incluso presenciar abuso verbal entre otras personas (por ejemplo, entre padres) puede tener consecuencias comparables a ser directamente maltratado.
Décadas de investigación han demostrado que la crianza autoritaria daña el desarrollo infantil y que reducir el abuso —físico y verbal— es una de las estrategias más eficaces para prevenir los trastornos mentales en la infancia y adolescencia. Sin embargo, como sociedad, aún subestimamos los efectos a largo plazo del maltrato verbal.
Desde que nacen, los niños están programados para depender de los adultos que los rodean y aprender de ellos para sobrevivir. Están genéticamente preparados para confiar en lo que decimos, ya que necesitan absorber rápidamente información clave. Si traicionamos esa confianza usando las palabras para herir en vez de enseñar, podemos aislarlos, excluirlos y dificultar su aprendizaje social.
De hecho, no es sino hasta la adolescencia que los niños desarrollan la capacidad de entender el sarcasmo o que un adulto puede no hablar literalmente. No comprenden el “chiste” detrás de frases como “niño estúpido” o “niña malvada”. Para interpretar correctamente estas expresiones, su cerebro necesita un grado de madurez que aún no ha alcanzado. Lo que hacen, en cambio, es incorporar estos mensajes como parte de su visión del mundo… y de sí mismos: “soy malo”, “soy insuficiente”.
Recuerdo que cuando tenía ocho años, la conserje del edificio donde vivíamos me dijo que me cortaría las piernas si no limpiaba mis pies antes de subir las escaleras. Estoy seguro de que no lo decía en serio, pero fue una frase cruel, y seis décadas después, todavía recuerdo el miedo. Los estudios muestran que, al mirar hacia atrás, solemos calificar la agresividad verbal de nuestros padres como más grave de lo que ellos mismos recuerdan haber ejercido.
El abuso verbal a niños no se limita al hogar. Es frecuente en escuelas, deportes y actividades recreativas. En disciplinas como la danza, por ejemplo, la cultura de la humillación por la apariencia corporal puede dejar secuelas sensibles y persistentes.
Gritar a los niños puede ser tan dañino como el abuso físico o sexual, afirman los autores de esta revisión. Si realmente queremos “enseñarles” a comportarse, debemos actuar con amabilidad, reconocer sus logros, encontrar lo positivo incluso en sus errores, estar atentos a sus esfuerzos y estar más dispuestos a elogiar que a criticar. La evidencia acumulada es contundente: el castigo no funciona. Nuestros sistemas penitenciarios vuelven a traumatizar a personas que ya fueron heridas desde la infancia. No es extraño que la reincidencia sea más común que la corrección.
Apoyar a madres, padres y cuidadores para que ejerzan una crianza positiva, coherente y basada en normas claras —incluso con niños desafiantes— es una estrategia efectiva para prevenir conductas antisociales. En el día a día, lo que mejor forma la personalidad y el comportamiento de un niño es recibir elogios cuando actúa de manera apropiada, más que reproches cuando se equivoca. La atención, la calidez y la ternura tienen un impacto duradero. Las palabras duras, en cambio, erosionan el apego y la confianza, y hacen ineficaces las correcciones posteriores. La conserje podría haberme felicitado por limpiar mis pies; tal vez las escaleras habrían permanecido limpias. En cambio, solo me aseguré de que no me viera antes de subir corriendo con los zapatos más sucios.
La mente de un niño necesita ser construida, no reparada.
Peter Fonagy es profesor y director del Departamento de Psicología y Ciencias del Lenguaje del University College London, y CEO de la fundación Anna Freud.