Cuando el trabajo deja de tener sentido, el cuerpo lo dice

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Una reflexión sobre salud mental laboral desde una perspectiva colectiva

Hace algunos años, hablar de salud mental en el trabajo era un tema secundario. Algo que se tocaba de forma tangencial, a veces con vergüenza, otras con cinismo. Se pensaba que el cansancio era parte del mérito y que “aguantar” era una virtud. Las frases más comunes eran del tipo: “así es este rubro”, “todos estamos igual”, “es lo que hay”.

Pero hoy, la escena cambió. Cambió no porque hayamos aprendido del todo, sino porque el malestar se volvió demasiado grande para seguir siendo invisible. Lo vemos en equipos enteros exhaustos, en profesionales que no logran desconectarse ni al dormir, en organizaciones que no saben cómo acompañar el sufrimiento que ellas mismas muchas veces producen.

Y no, no es solo cansancio. Es otra cosa.

El agotamiento no se resuelve con pausas activas

La respuesta habitual ha sido ofrecer cápsulas de bienestar: pausas activas, días libres, yoga, frases motivacionales en la pantalla del computador. Pero en Subjetivamente lo hemos aprendido con claridad: el agotamiento no se cura con intervenciones superficiales. No se trata de ponerle glitter al estrés, ni de disfrazar la exigencia estructural con un lenguaje amable.

La salud mental en el trabajo no es un beneficio, ni un KPI, ni una estrategia de retención. Es una dimensión profundamente relacional, política y cultural, que tiene que ver con cómo se vinculan las personas en una organización, qué historias pueden contar sobre lo que hacen, qué emociones se pueden nombrar y cuáles deben esconderse para sobrevivir.

El problema no es trabajar mucho. Es trabajar sin sentido.

Lo que quiebra no es solo el cuerpo, sino la narrativa.
Cuando el trabajo deja de tener sentido, el cuerpo lo dice: con insomnio, con contracturas, con falta de aire, con silencios incómodos. A veces lo dice con licencias médicas, y otras veces con una desconexión emocional tan sutil que pasa desapercibida hasta que todo se apaga.

Este fenómeno tiene nombre: burnout, reconocido por la Organización Mundial de la Salud (2019) como un síndrome ocupacional relacionado con el agotamiento emocional, la despersonalización y la pérdida de eficacia. Pero incluso más allá de los diagnósticos, lo que está ocurriendo es que muchas personas están dejando de habitar subjetivamente su lugar de trabajo. Están ahí, pero ya no están.

Y eso no se resuelve enseñándoles a respirar.

Escuchar el conflicto, no silenciarlo

Uno de los grandes errores que vemos en las respuestas organizacionales es el intento de suprimir el conflicto. Como si la incomodidad emocional fuera un problema a eliminar, y no una señal de que algo necesita ser pensado. En ese sentido, cuidar no es calmar: es sostener el malestar sin apurarse a callarlo.

Hablar de salud mental implica habilitar espacios donde el conflicto tenga lugar: donde se pueda decir “esto no me hace sentido”, “esto me está sobrepasando”, “no sé si quiero seguir así”. La salud mental no es lo contrario del malestar, es la posibilidad de pensarlo, nombrarlo y atravesarlo con otros.

Las empresas no son protagonistas, pero sí responsables

No hablamos de empresas como enemigas. Pero sí como entornos que tienen efectos subjetivos reales. El modo en que se organiza el trabajo, se ejercen los liderazgos, se define el éxito o se gestionan los tiempos no es neutral. Y por eso, aunque la salud mental no dependa exclusivamente de la empresa, sí la involucra profundamente.

Muchas organizaciones aún creen que cuidar es ofrecer recursos individuales para que cada persona se “gestione emocionalmente”. Pero cuidar no es empujar al otro a hacerse cargo en soledad. Cuidar es crear condiciones habitables, donde el sufrimiento no tenga que ser ocultado para no parecer frágil, débil o poco profesional.

Salud mental como proceso colectivo

En Subjetivamente seguimos sosteniendo una idea que no siempre es popular, pero que nos parece ética y necesaria: la salud mental no se construye en privado, ni se arregla en terapia individual. Es un proceso colectivo, tejido entre trabajadores, instituciones y cultura. No se trata de aguantar, sino de transformar.

Y transformar no es fácil. Exige incomodarse, preguntarse, revisar. Pero también permite recuperar algo esencial: el sentido de lo que hacemos, la posibilidad de vincularnos con otros desde la palabra y no desde el rendimiento, la oportunidad de que el trabajo vuelva a tocarnos —para bien—.

Porque cuando el trabajo deja de tener sentido, el cuerpo lo dice.
Y si aprendemos a escucharlo, quizás no tengamos que llegar al colapso para empezar a cambiar.

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